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Que te Pedí

14 jul 2008

Ale

Despertó sobresaltada, sin saber si había sucedido o era sólo un sueño. Apretó varias veces los ojos con fuerza, conteniendo la respiración, tratando de reconocer el espacio oscuro. Su pecho latía aceleradamente y las manos aún temblorosas sujetaban dudosamente su torso.


La respiración se fue normalizando, mientras, en las sombras, empezó a dibujarse la mesita y el espejo. Estaba en casa, nada más allá del susto y el tirón en el cuello por sentarse en un solo impulso. AI ras del techo, sobre la pesada cortina de terciopelo rojizo, se colaban los últimos rayos de luz de día, era muy temprano para levantarse, pero sabía que no podría dormir más. Era quedarse dando vueltas con las imágenes en su cabeza o levantarse a hacer nada y esperar que Ilegara la hora de volver al bar.


–¡AI carajo!

–¿Qué más?– se levantó finalmente. 

–¿Para qué seguir echada, si al final quedaban menos de dos horas?


Las 5:15 veía por fin en el reloj de la mesa, aquellos números rojos y penetrantes que no pudo ver en un primer momento porque los tapaba la taza donde tomó café antes de acostarse. Señales intermitentes que aparecieron inconfundibles al mover el cuello hacia ambos lados para estirarlo, mientras bostezaba profundamente, arqueando un poco la espalda a su derecha divisó la hora. Podía prepararse algo de comer y lavar el plato, o quizás arreglarse las manos, esa no era mala idea. Definitivamente no era, para nada, una mala idea. Se quedó detenida viendo su mano extendida, examinado acuciosamente los dedos desnudos de anillos, mostrando nuevos y desagradables pliegues. La pintura roja estaba totalmente partida.


Tomó la taza de café con una mano, mientras con la uña del pulgar quitaba lajas rojas de las otras, que salían disparadas y caían azarosamente en el piso, en la bata y hasta dentro de la sucia taza. Paró de pronto frente al espejo y encendió la lámpara.

¿Esa cara otra vez? ¿Cuál más? La misma demacrada de siempre.


Soltó la taza en la mesa y enterrando los dedos entre su cabellera se despejó el rostro para verlo con toda la luz que la lámpara de pie daba, haló tanto hasta estirar la piel, subiendo de nuevo los pómulos, avivando los ojos, devolviendo la tersura perdida.

No hay arreglo, no hay nada que hacer. ¡Aquí nunca hubo vida, ni nunca la habrá!

Inconforme y decepcionada se soltó de un solo golpe y siguió hacia el baño. Encendió la hornilla para hacer de nuevo café. EI agua fría salía del tubo oxidado golpeando el piso como finas agujas. Recogió su cabello y lo fue envolviendo todo en una bolsa plástica para que fuese más fácil peinarlo luego. Se metió bajo la ducha, mientras sentía tras de sí una sombra. Volteó con fuerza, de nuevo y ante el vacío se repetía en silencio que sólo había sido un sueño.


EI vestido rojo de lunares blancos estaba sobre la silla donde lo dejó anoche, sentado haciendo la visita como prenda de un alma sin forma. Lo tomó con ambas manos y, de un solo sacudón, le sacó el polvo, una nube invisible avivó el olor a cigarro en el cuarto, momento oportuno para encender otro. Las medias de anoche se habían roto, registró con furia dentro de la gaveta, hasta encontrar un par nuevo. Un disimulo de sonrisa quiso asomarse al recordar aquella noche que cantó con las medias lIenas de lunares rojos, pegostes de pintura. Su expresión se tornó de nuevo gris, iluminada sólo por las chispas del tabaco calcinado dentro del cigarro.


Se amarró la cinta del cuello y Ie hizo un lazo, esa bufandilla le daba estilo al vestido que conservaba una caída impecable a pesar de los años, es que la seda es seda, aunque sea la mona quien la vista. Aquella tela inigualable se veía con colores tan vivos como la noche en que ambos se estrenaron en el "Qué te pedí". La seda y la piel parecían haber hecho un pacto a sus espaldas, manteniendo durante el tiempo las mismas formas.


Tiñó sus uñas de color sangre, y luego uno a uno fue amordazando sus dedos con los pesados anillos, recuerdos inquebrantables de aquellos que ya no son, uno a uno fueron muriendo dejando promesas rotas y espacios vacíos.


Comenzó despacio a desatar el cabello, soltándolo con varios movimientos sobre sus hombros, caía en varias tandas sobre los lunares blancos. Aquella cabellera negra, espesa tomaba forma enseguida, cubriendo las imperfecciones a los lados de los ojos y sobre todo su cuello. Cepillando detenidamente sintió que de nuevo estaba allí. Volteó sin respirar y sintió que se escurría rápidamente por debajo del terciopelo su último rastro, imaginado o no había estado allí. Trató de no pensar en ello, y comenzó a tomar mechas de cabello y colocarlos en el centro de la cabeza, sujetándolos firmemente con horquillas negras, asegurándolas con tanta fuerza que se podría pensar que penetraba su cráneo. Otro cigarro, la taza de café y un pedazo de pan, justo antes de ser las 9, cuando las luces blancas ya hacen de la avenida un lugar sobrio y sombrío. Confirmó por la ventana, apartando el terciopelo de un extremo, el reloj no mentía, era ya la hora de salir.


La cerradura vieja y oxidada siempre dificulta el momento de la salida, la pesada llave no consiente en girar, tras varios y contundentes golpes, el pestillo cae y la cerradura protege la cafetera y la hornilla. Lo demás ya no tiene valor o lo lleva consigo. La baranda oxidada no es segura para sujetarse, así que siempre baja pegada al sucio muro, mientras busca los escalones menos partidos, perder el tacón a estas horas significaba perder la noche. Al llegar abajo sacude el vestido de nuevo, mientras observa que, como siempre, la reja principal está abierta. Refugio intermitente de solitarios sin hogar. Finalmente, en la avenida, Estela inicia su paso firme sobre los débiles tacones de 10 centímetros. Erguida, con mirada altiva, sujeta con fuerza su cartera e inicia su desfile privado entre miradas indiferentes y acusadoras.


Los seres de la noche son siempre iguales, sólo ven luz de noche porque de día son solo sombras, en cualquier capital de América Latina el centro está lleno de vida en el día y de muerte en la noche. En medio de la noche y la muerte, en una esquina del centro está el "Qué te pedí", refugio que la eligió aquella noche sin luna, cuando se supone que celebraría su cumpleaños. Allí llegó Estela con la lluvia en su rostro y los gritos silenciados en su pecho, buscando algún rostro amigable detrás de las luces rojas de la entrada.


Estela camina a paso acelerado entre sombras, hay alguien detrás hace rato, no puede verle, ya no puede voltear con rapidez, el último tirón le dejó el cuello adolorido; al doblar en la esquina deja trabado el tacón en una alcantarilla, el hombre que la ha seguido dos cuadras está casi detrás de ella, trata de sacarlo sin dañarlo, dos pasos más y podría agarrarla, él estira la mano para sujetarla de un brazo, pero ella mueve el pie, lo saca con fuerza y sigue, traspasa la cortina de cuentas doradas y la nube grisácea Ie da la bienvenida. Está en casa y a salvo; verdaderamente en casa.

Rosa, como siempre, casi ni puede abrir los ojos con el peso del rimel apelmazado sobre sus pestañas, la sombra azul celeste en cada punto de los pliegues sobre sus párpados trata de dar luces, dos rosetas anaranjadas brillantes y unos labios deformes color rubí anuncian un beso que no será dado, pero que recibe a quien entra. La rocola está parada, Rosa busca la mirada de Estela, para liberar la aguja sobre el pesado vinilo Ileno de trompetas melancólicas. Estela se sienta en uno de lo bancos altos del bar, mira a Rosa diciéndole en silencio que espere un poco más, le sirve un vaso de aguardiente para aclarar la voz, entre tanto Estela enciende un cigarro y examina el daño que la alcantarilla ha hecho al tacón.


–Nada qué lamentar, no le pasó nada Rosa, además ¿quién ve la parte de adentro del tacón?


Rosa trata de reír, pero el peso de sus pliegues y la pintura no lo permiten, dibujando una mueca incomprensible, sólo clara para Estela, ambas beben y fuman mientras advierten que el hombre entró y se sentó en la primera mesa, la que se encuentra justo al frente de la pista donde Estela está por cantar. Él las mira fijamente, mientras ellas descaradamente tratan de ignorarlo. El resto de los asistentes son sombras inertes, seres sin protagonismo en su propia vida.


Bebe el contenido del vaso de una vez y apaga el cigarro en el piso, pisándolo con fuerza, le entrega la cartera a Rosa y la mira de nuevo, esta vez diciendo en su código secreto que es hora de decirle a la gran Lupe que empezará su dúo.


A pasos lentos y controlados, sujetándose siempre de la barra, Rosa se acerca a la rocola, limpia con su brazo el viejo vinilo de La Lupe, Estela ya está en el centro de la pista, tiene el micrófono en la mano y de nuevo asiente, cae la aguja y empiezan las trompetas. La voz melódica de Estela cubre por completo a la inigualable Lupe, el espacio se estremece con los lamentos desgarrados. El hombre la ve desde la mesa, hurga entre sus bolsillos, y agarra entre la chaqueta su puño con fuerza, Estela lo ve pero lo ignora. Andrés está decidido, esta es la noche final.


Llega el momento especial de la noche, Estela se quita los zapatos en un solo movimiento y comienza a bailar en soledad, su cabello comienza a liberarse por trozos, lanzando al piso las mordazas de metal que lo mantenían sujeto al cráneo, hebras de cabello caen desordenadas sobre su rostro dándole más misterio a una mirada que habla y un sonoro lamento que pregunta insistente a un otro invisible la razón de su rotunda incomprensión, queriendo saber porqué es tan difícil amar sin esperar nada a cambio, qué razones puede tener alguien para en lugar de dar, exigir…


Andrés la mira, Estela lo ignora y continúa inundando el espacio con su voz. Un trozo de papel es arrugado entre las manos sudorosas y ásperas de Andrés, dentro del bolsillo sus dedos se rozan a través del papel, sintiendo la rigidez del anillo solitario encallado en la carne, la delicada hoja está por despedazarse mientras el llanto ligeramente visible entre las nubes de humo son válvulas de escape al grito silente de quien todo lo ha perdido pero hoy está decidido a ganar. Respira profundamente, como queriendo limpiar el ambiente, aspira con tanto ímpetu que pareciera que todo el humo va directo a sus pulmones, como si fueran un gran filtro del alquitrán que durante toda la noche se ha disipado, una pequeña tos no interrumpe a la diosa del lamento que continua ensimismada a ritmo de trompetas.


Un silencio ensordecedor anuncia el fin de la canción del espectáculo y de la noche.


El micrófono cae. Andrés aprieta con fuerza su puño. Estela se agacha a tomar sus cosas, resbala y cae sobre la resquebrajada madera de pista.


Andrés se levanta respirando profundamente y en un paso está frente a ella; la ve allí, en el piso, despeinada y descalza; ella, sin lograr incorporarse, lo mira a través de hebras desordenadas de cabello que cubren su faz. Un último suspiro, esta vez más profundo, sus grandes y masculinos ojos se iluminan, las lágrimas han desaparecido, su rostro enrojecido no deja de mostrar la rabia y el odio fermentado por los años y el abandono. La mira de nuevo, ahora con mayor desprecio, escupe hacia ella, le arroja el papel y con este cae el anillo, trata de tomarlo, pero lo ve rodar hasta ella. Estela levanta la mano tratando de atisbarlo, pero está muy lejos. Él hace ligeros movimientos con el cuello, como negando algo, mientras una mueca deforme deja ver que no vale la pena tan siquiera hablar, escupe de nuevo al piso donde está la mujer casi a rastras.


La Diva que acababa de atrapar el ambiente con su melodía, mueve de nuevo la mano, esta vez para limpiar su rostro. Con un movimiento furioso quita la saliva de su cara, sin alzar la mirada trata de hablar sin lograrlo, la dueña de la noche ha quedado sin voz.


Lágrimas comienzan a inundar sus ojos, pero su pecho comprimido no deja que salgan, sostienen su aliento mientras siente cómo la rabia enciende su cuerpo, el cuello tenso la tiene enmudecida, la herida oculta sangra en su interior, pero su sus dientes se comprimen unos contra otros encarcelando su lengua; con elegancia felina se va incorporando, tomando de nuevo una pose elegante, levanta la mirada y lo ve con desdén, toma la carta, la mira con desgano, una risa de burla cruza su cara mientras arruga enérgicamente el mal habido manuscrito, se levanta 10 centímetros por encima de su frente y mientras lo ve huir de nuevo sin pedir explicación. Estela enciende un cigarro y con él quema el papel, con la mano en el cuello, mira en detalle como se incinera su firma adolescente debajo del escrito, un confuso gesto entre el desprecio y la indiferencia demacra aún más su imagen. Toma el anillo y lo incrusta en la base de sus dedos, atrapándolo junto al resto, completando el rompecabezas de amores inconclusos, traiciones inesperadas y ambiciosas promesas inexpertas.


Casi amanece, la luz entra por la cortina de cuentas, dando brillo a las doradas lágrimas del techo al piso, esta vez la ha atrapado. Andrés sale y expulsa el humo en la calle, una fuerte tos se adueña de su pecho, un vacío de su alma. Adentro, en la última esquina, donde siempre reinan las sombras, una diosa llora en silencio, en la aurora de su último cumpleaños.

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