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Al final del túnel

Cuando se apagó la luz


Hace 8 años, y sin previo aviso, el vértigo regresó a mi vida, para quedarse mucho más de lo esperado.

Una a una, las luces de toda actividad física, se fueron apagando, mientras mi cabeza se convertía en una bola de discoteca con más frecuencia.

Yoga, ejercicios y actividades de todo tipo se convirtieron en riesgos, con una lista de alimentos prohibidos que solo crecía mientras mi cuerpo dejaba claro que estaba haciendo burnout.

Después de un tiempo y más episodios de estrés, dejé de pelear y entendí que me tocaba hacer varios cambios para que se fuera el mareo.


Redescubriéndome


Fueron años de ensayo y error, buscar las causas posibles, entender el porqué, para finalmente soltarme y dejarme llevar. No hay razones para entender. Pero hay mucho que aprender cuando el cuerpo hace una declaración tan rotunda y definitiva como el burnout. Cuando hay que bajar el paso y sentarse en el piso para que el mundo deje literalmente de dar vueltas.


Así descubrí la meditación, caminar a paso lento, escribir. Todo aquello que antes me coqueteaba, pero no tenía tiempo para detenerme. Con paso lento, descubrí mi ritmo y avancé más que nunca.


Pero quería volver a correr. A los 30 descubrí con asombro que me gustaba correr. La primera vez que conocí a una corredora le pregunté cuánto le pagaban por eso, no salía de mi asombro cuando me explicó que era ella a quien le tocaba cubrir con los gastos del viaje. Empecé, probé y me gustó. Tanto que me propuse correr un maratón. Con los embarazos la meta se pasó a los 40, con el vértigo, casi al lugar de los imposibles.


Y llegó el día de soñar de nuevo


El día de mi cumpleaños 48, decidí que 8 años con vértigo había sido suficiente. Muy lentamente y con todos los permisos médicos, comencé a entrenar. Muy lento con mucho respeto por mi cuerpo y los temores que tenía, pero que no me detenían. Correr implicaba un reto más allá. Temía desmayarme sola en la calle, y darme un golpe en la cabeza.


Así que después de varios meses de largas caminatas, decidí comenzar a correr. Tenía miedo y quería estar acompañada. Le pedí a varias personas, pero por una u otra razón se posponía. Entendí que la vida me tenía preparado un momento especial.


Coincidía con mi mejor amigo al norte de España. Iría a correr con su hija adolescente, por si algo me pasaba para no estar sola. Ella también estaba aprendiendo. El lugar para correr más cercano era una vieja pista de tren en desuso. La chica amaneció enferma, y su mamá, una mujer fantástica y nutridora decidió ser quien estuviera allí para mí. El también vino a acompañarnos.


Un túnel oscuro abría paso al parque y la pista. Con uno de ellos a cada lado, después de 8 años comencé a trotar, desarmando uno a uno los miedos que fueron cayendo en el suelo con cada paso, después de casi 500 metros en penumbra salimos literalmente del túnel. La luz me cegaba, mientras escoltada a ambos lados de amor fraterno y nutritivo, mi autoconfianza corporal se reafirmó.


Hoy, dos meses después, terminé una carrera de 5k. Corrí sola y con todas. Porque la vida de nuevo me dio el mejor lugar. Una carrera de apoyo y prevención del cáncer de seno. Corrí por mí, aceptando mi vértigo y mis burnouts. Corrí a paso seguro y sin carrera a ninguna parte. Corrí por mis amigas valientes que en los últimos años vencieron al cáncer. Por las que perdí a manos de esta terrible enfermedad. Por las hijas que no tuve. Por el miedo que sentimos todas al ir al chequeo anual. Corrí hacia mí misma, y llegué sin desmayos, sin mareos, llena de orgullo y alegría.


Hoy corrí y ya no se ve el túnel. Y quién sabe qué tan cerca esté ese maratón.






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