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Las mujeres que más amo: II Montreal

Montreal me recibió con su traje de gala hace casi 11 años, por eso la llamo mi amante de velo blanco. Montreal me conquistó el alma desde el primer momento. Aún con su aliento frío, me abrió sus cálidos brazos ofreciéndome un nuevo hogar sin preguntas. Así es Montreal, para mí, es una mujer delgada y bajita, como yo, pero con tez blanca muy pálida, sin maquillaje y con ropas descombinadas, bellas, sin llamar la atención. Es muy discreta, con clase, su tono de voz es muy suave. Habla dos idiomas, pero siempre con ese acento francés que me derrite. Montreal vive al ritmo de los estudiantes que vienen desde todas partes a hacer vida en sus universidades, por eso no se siente envejecer.


Al llegar, me describieron un lugar perfecto, y eso me dio desconfianza. Me tomó varios meses descubrir lo feo y lo grotesco. Sabiéndola imperfecta y recorriendo sus costuras, me sentí libre de comprometerme definitivamente, y ahora, con documentos de por medio, le soy fiel a sus inviernos y sus impuestos.


Montreal aún llora el recuerdo de quien la abandonó, y honra sus primeros conquistadores manteniéndose fiel a la lengua y las costumbres que trajeron los que llegaron en barcos y desplazaron a los nativos, armados con pólvora y sin conflictuarse mucho por ello. Sabe que pudo ser el imperio de occidente, conoce y estudia con anhelo y detalle cada desliz de la historia que cambió el rumbo y le impidió ser hoy la lengua universal. Y llora sin decoro ni vergüenza, manteniendo vivo el recuerdo que no deja morir repitiendo “je me souviens” (yo me recuerdo).


Más europea de lo que se dice y más norteamericana de lo quiere reconocer. Montreal es un collage donde todos caben y nadie está de sobra. Montreal se llena de terrazas en verano, y la hora de final de la escuela y la oficina ocurre con un ruidoso caminar a todo volumen de risas y abrazos, en procesión desordenada a los parques, riberas y piscinas. Con poca o mucha ropa, montrealeses con orígenes en todas partes del mundo, se lanzan sobre la grama a comer y beber comidas de todos los sabores. Para esta montrealesa del caribe, Francia y su conquista están más vivas que nunca, no en el idioma, sino en la “joie de vivre” (alegría de vivir y disfrutar con placer) que se respira en cada calle, en cada plaza y restaurante. Montreal se llena de festivales, calles cerradas y ferias cada verano y saborea cada instante como si fuera el último, sabiendo que por meses vestirá su manto blanco, pero sabe también que el color, el perfume de las flores y el calor del sol regresará.


Su nombre viene de la discreta montaña que es el punto más alto de esta isla en medio del río Saint Laurent. El Mont Royal, que era el sitio de encuentro de las naciones originarias de estas tierras. Antes de la llegada de los Europeos, en Montreal nadie vivía, se venía de viaje a conversar y arreglar la paz. Naciones guerreras, nómadas y sedentarias que luchaban por alimento o como salirle al paso a los viajeros con intenciones de conquista hacían tregua en estas tierras. La montaña era el espacio sagrado para encontrar paz y regresar a casa. Quizá por eso llevo todo este tiempo viviendo tan cerca de allí, y no quisiera despegarme de la energía de este hermoso bosque en medio de la ciudad.


Montreal es mi hogar, sobre todo porque nos ama a todos, aquí se puede ser, caminar, hablar, reir y vivir como sea, a todos nos recibe sin juzgarnos, con respeto. Nos miramos todos de frente y nadie baja la mirada, no hay mejores ni hay quienes sean menos. Montreal me ganó el alma cuando me devolvió la fe en lo humano. Caminar con seguridad sin temer que otro vendrá a hacer daño. Dejar la puerta de la casa abierta y que nadie trate de vulnerarla. Montreal es compartir y regalar lo que se deja cuando termina la estadía. Es mercados solidarios donde con unas pocas monedas se tiene comida para la familia toda la semana, es tiendas de ropa usada y esquinas con cosas en perfecto estado donde a nadie le da vergüenza darle segunda vida a cosas, que en otras partes del mundo, terminarían en depósitos de basura. Montreal es compartir, es albergues para lo que no tienen, es impuestos altísimos que pagan porque todos tengamos salud gratuita y de calidad (aunque leeenta).


Montreal es arte y collage. Vivo en la zona portuguesa del barrio bohemio francés, lleno de murales itinerantes que cambian la escena, recordando que lo único constante es el cambio, y que puedo seguir recorriendo el mundo todo lo que quiera, aquí tengo mi lugar y mi hogar.






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