Dicen que una imagen vale más que mil palabras, y yo así lo creo. El problema es que yo no soy fotógrafa, aunque me encanta la fotografía. Así que pondré aquí mis mil palabras, (bueno mil cincuenta salieron) para describir a mi bien amada Montreal en tres momentos.
Un amor a primera vista
Montreal me recibió en invierno. Llegué pensando que los suéteres con capucha como le decimos en Venezuela al hoodie, eran de adorno. Montreal me sorprendió hermosa, aunque fría, vestida de blanco. Jamás había visto la nieve y me pareció sorprendente, mágica y fantástica. Aun recuerdo la segunda noche viendo los copos gigantescos volando en la noche negra, las luces de edificios viejos, cúpulas de bronce por todas partes que pronto perdían el verde añejado para dibujar un nuevo escenario de un solo color.
Montreal hablaba una lengua diferente, todas las caras eran extrañas, nadie me entendía ni yo a ellos. Fue un duro romance al inicio. Llegaba a los sitios sin poder entender direcciones ni instrucciones. No había caras conocidas ni manos amigas, nadie a quien pedir ayuda. El recuerdo distante del segundo año de nuestro primer hijo, en un salón de fiesta hasta el tope escuchando risas y cantos al unísono, era doloroso. Nos tocaba planificar un viaje fuera de la ciudad para hacer más soportable la realidad, no había nadie a quien invitar a una fiesta para celebrar que ahora cumplía 3 años y aprendía a hablar 3 lenguas al mismo tiempo.
Recuerdo mi mirada inocente y asustada de esos días. Todo era nuevo, cada calle era una aventura, cada esquina por ser descubierta, era al mismo tiempo excitante y atemorizante. Más de una vez sentía que era mucho para mí, como ese romance imposible pero deseado. Trataba de ver caras conocidas y se me aceleraba el corazón pensando que había visto a un amigo. Al acercarnos la realidad se imponía, era alguien que se parecía a otra persona, y la verdad íntima iba más allá, era mi deseo enorme de ver a alguien a quien sonreír, a quien abrazar y con quién conversar sobre algo en común.
Encontrado el calor en sus fríos abrazos
Pero poco a poco Montreal y yo consumamos nuestro romance. Me empeñé en decodificar esta ciudad, en entenderla, y ahora en cada esquina había historias, recuerdos. Donde corrí para no perder el autobús, donde se nos cayó uno de los zapatos del bebé, donde me confundí y me quedé esperando horas por el metro cuando habían avisado en lengua ininteligible que el servicio estaría suspendido. El restaurant de la cena fantástica, el bar donde celebramos entre amigas, la esquina antes de llegar el primer día de trabajo.
De pronto Montreal se hizo hogar, llena de amigos, con experiencias y recuerdos para reír y llorar. Al caminar por la calle o tomar un bus era fácil ver a alguien que realmente era conocido, las expectativas de abrazos y sonrisas eran reales. Esa emoción de ver a alguien conocido, crecía al acercarnos y se hacía realidad en un abrazo, una conversa, una comida, caminar por estas calles estrechas maquilladas con murales. Montreal se hizo presente en mi piel y mi memoria. Me mostró que hay cuatro colores llamados estaciones y el verdor y bullicio de su verano indomable quedé perdidamente enamorada de todas sus facetas.
Llegó el momento en el que dejé de pensar que estaba viendo en una ciudad prestada, que la historia de mi país natal me había robado lo que me tocaba vivir. Llegó el momento en el que aprendí que mi lugar y mi momento estaba en las calles que rodean el Mont Royal, hermoso y mágico. Llegó el día en el que acepté que el Ávila que había sido el marco de mis recuerdos era un viejo amor que siempre estará presente, como todo amor del pasado, pero que es una nueva montaña en la cual encuentro alegría y verdor. Y naranjas y blancos, largos meses de blancos...
Y llegó el día en el cual las fiestas eran maravillosas, era alegría, amor, color, sin importar los colores afuera, mi presente y mi corazón estaban en el mismo lugar, bullicioso, hablando en lenguas que ahora son mías, con recuerdos y sobre todo con sueños. Y fueron muchos cumpleaños los que celebramos con amigos en parques y casas.
Redescubriendo nuestro amor maduro
Pero un día sin aviso ni advertencia todo cambio. Mi ciudad de festivales y colores, de risas y conciertos pidió silencio. Salir a la calle estaba prohibido y ver a los amigos y visitar los lugares favoritos no era posible. Llegó ese día para todos, y perdía importancia en qué lugar del mundo estuviéramos, había que estar solos en nuestra cuatro paredes. Los abrazos y las sonrisas estaban prohibidos.
Llegó el día en el que las certezas se hicieron imposibles, el miedo se nos metió en los huesos, y cada uno tuvo que solucionar a su manera lo que significaba la normalidad en la vida con la ciudad. Montreal impetuosa y desbordada se niega a doblegarse por un virus que cubre las sonrisas y yo tuve que aprender a poner límites en nuestro romance maravilloso.
Hoy en día la fiesta continua mientras cada vez estamos más divididos en nuestra propia interpretación de la distancia social, y dolorosa y asertivamente me defino y me afianzo en el grupo que lo vive con mayor severidad.
De nuevo salgo por mis calles, ya son mías, ya son nuestras. Cada esquina es más que un recuerdo, tiene una esperanza de construir nuevas historias con los míos. Pero ahora trato de no ver caras conocidas, cubro mi expresión con una máscara que hace difícil reconocerme, y cuando veo a alguien que parece ser parte de mi vida, mi corazón se acelera otra vez, pero porque debo cambiar la ruta, porque soy de los pocos que con dolor está rechazando abrazos. Sigo viendo a mis amigos, pero ahora, sin importar en qué parte del mundo están, hay una pantalla entre nosotros, y los abrazos son una promesa de que todo va a estar bien y volveremos a sentir calor en otros brazos.
Y una vez más tuvimos que inventar un viaje familiar, para celebrar un cumpleaños solitario, y esta vez, aunque teniendo amigos cerca, la fiesta éramos otra vez solo nosotros. Pero no tuvimos que irnos, Montreal nos brindó sus bosques para refugiarnos del virus que nos ha pedido introspección y silencio.
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