Hace un par de años vi el documental Happy basado en los trabajos de Mihaly Csikszentmihalyi. Su teoría sobre salir de la zona de confort resonó internamente desde el principio, básicamente porque la zona de confort es un lugar que suelo evitar y he buscado intensamente nuevos retos en mi vida. Cada vez que me siento muy cómoda en el lugar que estoy, sé que es momento de seguir adelante y empezar con el nuevo reto. Y eso me ha hecho feliz y definitivamente me hace sentir viva.
Crecer con aquellos que no tienen nada: Mis trabajos de campo
Yo creo que parte de esta filosofía contra la zona de confort la aprendí en mis estudios de Sociología. Desde muy temprano nos invitaban a vivir la realidad en barrios y comunidades sin comodidades. La primera vez que estuve en campo confieso que estaba tan asustada que quise tomar todas las fotos de la entrada de la comunidad y quería correr inmediatamente. No ha sido fácil reconocer que yo era lo que llama una control freak.
Más adelante en la carrera hicimos una inmersión de una semana en una comunidad rural. Yo me encargué de comprar provisiones de comida adicionales y un gran botiquín de primeros auxilios con todo lo que pudiéramos necesitar. El profesor guía por su parte nos entregó una gallina viva como proteína para la semana. Siguiendo con las confesiones, no me apunté con los voluntarios de cocina ese día y me apegue a mis sueños vegetarianos. Recuerdo las plumas en el piso por todas partes y definitivamente no probé ni un bocado. Pero con el pasar de los días comencé a comprender lo principal, al final del día todos los seres humanos todos iguales. Tenemos sueños, necesidades, alegrías y disgustos. Inesperadamente perdí para siempre la careta de experta que viene de la capital y solo disfrutaba conversar con amigos que estaba conociendo. Yo no era para nada diferente del chico que estudiaba para ser policía, de la chica que nos llevaba jugo de Guayaba en un gran tobo durante el día de trabajo para que nos refrescamos. La nota tragi-cómica vino al descubrir que los mismos tobos del jugo en algunas casas se usaban como baños.
Repentinamente me di cuenta que con mucho menos era igual o más feliz. Recuerdo una tarde que llegamos al pueblo y uno de los niños venía de bañarse en el río y se volvía a poner la ropa sucia, claramente no tenían lavadora ni agua corriente ni calentador. Y la verdad es que a veces se está tan cansado que cambiarse de ropa no luce tan necesario como dormir o darse un chapuzón en el río. Y así sin más seguí mi poema favorito adjudicado a Borges, y deje de ser precavida y tener medicinas extra ni comida confort en mi bolso, y solo me dediqué a dejarme llevar por lo que aprendía en las comunidades.
Cuando me divorcié, me negaba a pasar las navidades en familia, podía escuchar a lo lejos el comentario sobre "la pobre Ale que se había quedado sola y jamás tendría hijos”. Así que me apunté en un trabajo a la frontera con Colombia a pasar navidades y año nuevo. Un pueblo olvidado llamado el Nula donde no había electricidad. Nunca olvidaré la expresión de una de las mujeres cuando vio una lata de atún, no podía comprender que allí adentro había comida saludable para comer. Pasábamos el día caminando, no había direcciones ni calles con nombres. Las instrucciones eran: camina derecho 40 minutos más o menos, allí está la siguiente casa. Hice amigos rápidamente y un señor me prestaba una mula y me regalaba una taza de calostro de vaca que sacaba antes del ordeño, porque la leche era para la venta.
Uno de los mejores recuerdos de mi vida pertenece a ese viaje, cuando el dueño de la hacienda más grande del pueblo me invitó a montar en su caballo. Estaba llena de miedo pero decidida, me ayudó a sentarme detrás de él sobre el caballo. No tenía silla ni arnés (al pelo le llaman en el llano venezolano). Yo le dije que quería ir lento porque tenia mucho miedo, pero él solo rió y sin previo aviso golpeó al animal y estábamos de pronto al galope. Recuerdo gritar de miedo y emoción, sentir el viento y la adrenalina, y la libertad de correr sin certezas ni propósito, en un paisaje infinito y hermoso.
De allí nos fuimos a pasar el año nuevo en una comunidad muy empobrecida en el estado Zulia, las personas estaban felices de recibir a 3 invitadas sorpresa. La generosidad de los que no tienen nada siempre me hizo reflexionar ante la mezquindad de los que tienen mucho. Estaban felices porque habían podido pintar una de las paredes de la casa. A mitad de la noche una enorme cucaracha pasaba por la pared, sin pensarlo, entre dos hombres movieron el mueble para que pasara el desagradable insecto. Ni pensar en matarla y dejar una mancha en el medio de la única pared pintada. Estrenamos el año todos sentados afuera en la oscuridad y sin música. Un grupo de malandros de otro barrio había venido a buscar problemas con el hijo menor de la familia y según ellos la única manera de evitar un enfrentamiento era mostrar que éramos más y estábamos unidos. Así que con miedo me uní en la solemne protesta pacífica. Sabíamos que estábamos en riesgo pero era nuestra mejor opción. Cuando se fueron para otro barrio, una de las chicas de la familia, que estaba embarazada, salió hasta la calle a seguirlos con sus ojos llorosos, el papá de su bebé por nacer era parte de la banda que buscaba pelea en año nuevo. La consolamos entre varias mujeres y nos quedamos conversando, mientras nos acomodábamos, compartiendo entre tres cada catre, y así dormir lo que quedaba de noche.
Algunos años después conocí la zona Wayúu en la frontera norte entre Zulia y Colombia. Más de una vez nos tocó comer con las manos porque los cubiertos plásticos que nos daban se partían al tratar de usarlos. Al llegar a los caseríos algunos líderes comunitarios se emocionaban y nos ofrecían un almuerzo especial, el cual disfrutamos sin pensar en cómo se habían preparado los alimentos, solo ver la emoción de quienes los compartían era suficiente. Para esas entrevistas necesitábamos traducción simultánea entre la lengua Wayúu y el Español. Recuerdo que usaba un pañuelo en la cabeza para evitar que se me quemara el cabello, un día al acomodarmelo las niñas vieron que yo tenia el cabello corto y comenzaron a gritar: "es una chivita es una chivita". Yo no entendí nada y reí con ellas, después nos explicaron que era como llamaban a las mujeres estaban en vergüenza y se les cortaba el cabello para que todos en el pueblo la reconocieran, así que mejor volverlo a cubrir y ellas guardarían el secreto.
Recuerdo un pueblo de palafitos (si, el que sale en la foto). Las calles eran literalmente de conchas marinas. Allí el principal ingreso de las personas venía de preparar comida de mar: extraer el contenido de ostras, almejas y camarones y empaquetarlos para su consumo en las ciudades. Recuerdo una chica joven en una hamaca que hablaba mientras seguía trabajando , en un momento dejó de hablar y me dijo que tenia mucho dolor, acababa de tener un aborto y no se sentía bien, pero dejar de entregar el pedido no era una opción. Estuvimos en las comunidades que rodeaban las zonas de extracción petrolera, sofocados por el calor imposible de obviar de la torres con los inmensos mechurrios quemando el gas.
Tengo muy pocas fotos de mis trabajos en campo pero miles de recuerdos y muchos aprendizajes, y todos me llevan al mismo sitio, necesito muy poco para ser feliz y siempre hay algo que aprender y mucho que crecer cuando, como el Principito, se encuentra uno en la soledad del desierto sin más nada que mirar, solo con uno mismo. Son sin lugar a duda las experiencias de vida que más he disfrutado y que mas me han ayudado a crecer.
Llevar la sociología a la maternidad: Dejar la zona de confort lejos
Como mamá he tratado de darle lo mejor a mis hijos. Hace años que dejé de viajar para estar en casa con ellos todo el tiempo posible. Trabajo con dedicación principalmente para poder darles lo necesario, pero siempre he mantenido como meta dejarles mi mayor aprendizaje: buscar retos fuera de la zona de confort, retarse a uno mismo constantemente.
Hace un par de semanas mientras estábamos acampando, mi hijo decía que lo estaba disfrutando pero que, pues no era confortable. Reconozco que fue música para mis oídos. Comencé a contarle mis historias de los trabajos de campo y cómo tenía el plan de regresar al campo con ellos cuando fuera el momento. Ambos me escucharon con emoción y curiosidad.
Cuento los días para poder volver a comunidades y mostrarles cómo aprendí a no ser apegada a lo material, a no cargar previsiones en la cartera y a simplemente disfrutar lo que estaba pasando. Creo que mi maternidad se enfoca en proveerles y darles apoyo y contención, pero también de formarlos en los valores en los que creo, y quiero que sea en comunidades, sin comodidades, donde aprendan como yo, a buscar nuevos desafíos, a aligerar el equipaje y a ver lo esencial, que es invisible a los ojos.
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